viernes, 15 de julio de 2011

Clementina Rosa Quenel

Clementina Rosa Quenel.

El estilo rotundo de la realidad santiagueña

Había madurado como la savia vegetal que inunda de vida su canto, para decirle su copla a la tierra en el encantamiento de la soledad ocre, donde el hombre sueña con los colores de un entorno hecho paisaje y mejoras de vida. Con la imagen del árbol en la autoreferencia de la proyección y la obra de Ricardo Rojas, plasmaba su existencia con él mismo: raíces hundidas en profundidad telúrica para encontrar sustento en lo más profundo, y ramaje abierto en las alturas donde las copas que tienden a proyectarse hacia el infinito captan las esencias que le vienen de todos los vientos. Así era Clementina Quenel que, a treinta años de su muerte, vuelve a ser evocada más allá de los tiempos en lo que podría ubicarse como un nacionalismo social que le daba un perfil distinto a su literatura.
En una generación de acentos revolucionarios, los de Ciro Alegría y José Eustasio Rivera en América, o Carlos Bernabé Gómez y Horacio Rava entre nosotros, arremetió como mujer iconoclasta en campos, hasta entonces, casi vedados para irrumpir con un estilo nuevo, breve y cortante, de frases rotundas, y temas desconcertantes con un nuevo descubrimiento de nuestra realidad terruñera, con una dramática sensualidad en el fondo de la existencia de nuestro pueblo, según lo señalara su amigo y crítico Bernardo Canal Feijóo. No en balde, cuando apareció “La Luna Negra” en 1945, pudo escribir con sinceridad: “Dan su nombre a este libro, destinos desolados y humildes de mi tierra”. Era una dedicatoria y un envío definitorio, que fatalmente se han suprimido  en la tercera edición oficializada el año 2008.
Clementina supo continuar enarbolando estas banderas a lo largo de su prosa, denunciativa del futuro que sobrevendría a “El Bosque Tumbado”, después del arrasamiento forestal; o en “Los Ñaupas” donde volvió a trazar la picaresca, el refranero y las consejas de nuestros antiguos paisanos, los viejos de la vida rural destinados al arcón de los recuerdos donde van a parar las cosas inservibles.

El canto
Casi simultáneamente se volcó al canto. Y sus elegías para un nombre campesino llegaron en 1952 para quien “olvidándote el descanso de una reja…tus dedos ya no tienen caricias de aguas…”. Desperdigados en diversas publicaciones, al no tener tiempos, medios ni editoriales, pudo reivindicar a Juan Balumba “que yace fétido de luciérnagas, con la afrenta y tres siglos encima/donde duerme el polvo/en este kilómetro original de América”. Era un bando heroico, un rescate del hombre originario como sólo ella podía hacerlo. Y en este mismo camino supo exaltar la migración obligada del trabajo rudo al narrar que “iban a los Chacos/perfiles de hombres/ganchos colgados/del suelo”.
En toda esa poesía vibra el mismo acento, para cantarle a la Patria, lejos; a la Pampa que con los últimos potros, “se preñaba de relinchos”, o dolerse en la muerte de un caballo “que estira un relincho claro/ por campos de verde y cielo”.
La desenterró a Ventura Saravia para traerla de nuevo al brillo de los salones de Ibarra, y bailó al conjuro de La Telesita para sumirnos en la alegría de su danza y la tristeza de su hoguera mortal, en reminiscencias de un Santiago de leyendas y misterios seculares que su teatro hizo reverdecer a tono con la velocidad del Mito Popular Heroico de Canal en su Silverio Leguizamón, o la Rubia Moreno de Cristóforo Juárez, en una línea correlativa de autores santiagueños que enhebran una misma tradición. Y parecidas sugestiones mitológicas pudo despertar “Una Mujer en el Bosque”, obra inédita y tal vez, inconclusa que Clementina escribió en 1949 y que no llegó a estrenarse.
Por eso, atrás quedaron los recuerdos de sus primeros años en Buenos Aires, donde ya tenía cimentada su fama de cuentista en Chabela, Maribel o El Hogar, donde supo tomar nuestras tradiciones todavía florecidas y vigentes antes del progreso devastador. En la década del 35 al 45 supo embeberse de ese fuerte telurismo que Augusto Roa Bastos admiraba al comentar que “Argentina tiene en el cuento un Horacio Quiroga mujer” en la consagración de un estilo y un arte comprometido sin parangones.
Ya traspuestos los 79 años, su vida se apagó en la mañana del 20 de setiembre de 1980, cuando ya acercaban su copla primaveral los gorjeos de los pájaros en la aurora de un nuevo día. A los 30 años de su desaparición bien vale su recuerdo como un ejemplo de la cultura santiagueña, pues desde entonces, el silencio cubrió la tierra y el canto.
Nota aparecida en Nuevo Diario con el título Cuando el silencio cubrió la tierra y el canto, firmada por Luis Alén Lascano, el 26 de setiembre del 2010.

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